Gestionar las emociones o los altibajos de un partido, de un campeonato o de una temporada es una habilidad clave para mi trabajo. Mi deporte es muy dinámico, de reacciones muy rápidas; y el tiempo de toma de decisiones en él es muy corto. Una cabeza que no ceda a las emociones de frustración ante los inevitables errores o a los sentimientos de alegría ante los aciertos es una gran ventaja. Quizá por eso siempre me han interesado tanto los temas relacionados con el equilibrio y el bienestar emocional.

Los que me conocen saben que siempre tengo al menos un libro abierto. Muchos están relacionados con la búsqueda del conocimiento de la mente y la gestión de nuestras emociones. Es algo a lo que todos estamos expuestos, que afecta a todas las personas de una forma u otra. Queremos sentirnos bien, estar en paz con nuestras decisiones, hacer felices a los que nos importan o aportar nuestro grano de arena para hacer del mundo un lugar mejor. Queremos responder de forma justa a los retos que no dejarán de presentarse, sobrellevar de la mejor manera posible las dificultades.

Por suerte, hace ya tiempo que las sociedades dejaron de estigmatizar a las personas que buscan ayuda para entenderse mejor y dar mejores respuestas a los retos que les plantea la vida. En la actualidad, aproximadamente el 5 % de los españoles recibe terapia psicológica. Otros tantos tratan de modelar sus pensamientos y sus conductas a través de las enseñanzas de coaches, libros, artículos o conferencias. Creo que es algo positivo que hayamos aprendido, por fin, a hablar de nuestros sentimientos y que hayamos aceptado que la forma de pensar de los demás puede ser muy diferente a la nuestra, y que la misma experiencia puede afectar de manera distinta a diferentes personas o incluso a uno mismo dependiendo del momento en el que nos encontremos. Hablemos, pues, de emociones.

Lujos asumidos

Lo que estamos viviendo ahora podría considerarse como una gran prueba sin precedentes, incluso para las generaciones que hayan vivido otros momentos muy graves como la guerra. Ahora tenemos la oportunidad de poner en práctica todo lo aprendido comprendiendo la gravedad, la incertidumbre y la excepcionalidad de esta situación que estamos atravesando.

La pandemia de la COVID-19 está poniéndonos un examen en todas las dimensiones: como sociedades, como profesionales, como individuos, como parejas, como padres, como pacientes, como raza humana. En esta situación tan diferente a lo que estábamos acostumbrados es normal que haya una tendencia a la reflexión, algo que podríamos comparar, aunque en menor escala, a lo que solemos hacer cada fin de año. Los seres humanos tendemos a evaluarnos en fechas que consideramos fronterizas. Los gobiernos se plantean si dirigieron los recursos allá donde eran más necesarios. Algunas profesiones antaño relegadas a un segundo plano (estoy pensando en el personal de los supermercados o de las farmacias, por ejemplo) cobran un protagonismo indiscutible.

Las personas observan cómo se sienten y reajustan sus escalas de valores: aquel importante evento que nos hizo cancelar un encuentro familiar no lo era tanto, en cambio se alza como un tesoro la simple posibilidad de encontrarte a salvo en tu casa con las personas a las que quieres.

Desde el confinamiento nos damos cuenta de que dábamos por hechas demasiadas cosas. Que nuestros familiares gozarían de buena salud mañana si lo hacen hoy. Que si se nos antoja algo y nos lo podemos permitir, simplemente tenemos que salir de casa y comprarlo. Que si enfermamos nos atenderán. Que si queremos ver a nuestros amigos solo tenemos que quedar con ellos e ir a verlos. Pero un virus microscópico altamente contagioso e infeccioso ha puesto toda esta lógica patas arriba. Está resultando ser una verdadera cura de humildad hacia una sociedad que se creía invencible y altamente acomodada en muchos casos.

Espero que esta emergencia sanitaria nos ayude a valorar mucho más todas esas comodidades asumidas en los países desarrollados que, sin embargo, no son ni mucho menos habituales en otras partes del mundo. Ni siquiera todas las personas pueden tenerlas en los países del denominado “primer mundo”. El 11,8 % de la población estadounidense vive en situación de pobreza (según datos oficiales del censo de 2018). El 21,5 % de los habitantes de España están en riesgo de pobreza. Si miramos la fotografía mundial, vemos que los conflictos armados, la falta de higiene y las enfermedades mortales como la diarrea, el sida o la tuberculosis llevan a muchas personas a vivir constantemente lo que ahora nos toca en una medida mucho menor a los que no estamos acostumbrados a ello: incertidumbre y preocupación por la salud propia, el bienestar de los tuyos y el futuro.

Si hay un momento para poner nuestras vidas en perspectiva, entender lo vulnerables que somos y no perdernos en las insignificantes preocupaciones diarias, es este.

Lo que sacaremos de la crisis

Anthony de Mello decía en un libro que leí hace unos meses que “todo lo que nos pasa es bueno”. ¿Quiere eso decir que las miles de muertes y las consecuencias nefastas en la economía y la sociedad que quedarán tras esta pandemia es algo “bueno”? No. Lo que significa esa frase es que cualquier cosa que pase, aunque sea una tan catastrófica como ésta, puede tener también un puñado de lecciones que nos sirvan para estar mejor preparados para la siguiente pandemia o situación de alta adversidad. ¿Qué tal si las buscamos juntos?

Recientemente vi una charla TED que el neurocientífico Mariano Sigman hizo desde su confinamiento. Decía que nuestras únicas referencias sobre cómo actuar en una situación como la actual venían del cine o la literatura. Así pues, los seres humanos hemos tenido que explorar nuestras reacciones ante una realidad desconocida. Yo soy de los que creen que en situaciones de adversidad podemos ver el carácter verdadero de las personas, y me alegra ver que esta crisis está sacando lo mejor de mucha gente. Quizá sea porque a muchas personas nos gusta sentir que ante el reto, según explica Sigman, “hemos hecho todo el esfuerzo posible que estaba en nuestra mano”.

Estoy viendo iniciativas muy inspiradoras en las últimas semanas. Empresas que hacen donaciones o fabrican material necesario para la emergencia común. Emprendedores que ponen en marcha recursos como impresoras 3D para crear material sanitario. Personas creativas que ponen sus ideas y soluciones al servicio de la comunidad. Personajes públicos que hacen donativos o ayudan a que otros se sientan acompañados y apoyados (desde aquí aprovecho para agradecer a los que se han sumado a la campaña #nuestramejorvictoria que hemos puesto en marcha Rafa Nadal y yo en un apoyo coordinado y conjunto de todo el deporte español). Profesionales sanitarios que se sitúan entre nosotros y el virus, sin miedo a que la “bala” les alcance también a ellos. Familias que tienen que lidiar con importantísimas dificultades personales relativas a la educación de sus hijos o a la pérdida de empleo y que, aun así, salen cada día a aplaudir desde los balcones o las ventanas; hacia las calles, los patios o las corralas. O familias que aplauden con sus niños en el salón de su casa al no tener ventanas exteriores.

Quiero creer que esta situación nos hará más humanos. Que removerá nuestras escalas de valores haciéndolas un poco mejores. Que nos llevará a separar mejor lo urgente de lo importante, a ser más agradecidos. Quizá a volver al viejo concepto de trueque: a que cada uno piense qué parte de lo que él tiene o sabe hacer puede ser de utilidad para los demás.

Me emociona comprobar que, en una situación de esta dimensión, la tendencia es a la unidad: a ayudar, a sacrificarse, a reconocer el mérito de los otros. Al compartir el dolor, nos sentimos parte de algo común. Las divisiones sociales, raciales, culturales y de cualquier otro tipo han pasado a un segundo plano, porque la enfermedad no hace distinción entre ninguna de esas categorías. Ojalá cuando esto pase encontremos otros puntos de conexión y recordemos que no es el único problema que afecta a todo el planeta. Hay otros como el cambio climático, la desigualdad de género, la obesidad infantil u otras formas de malnutrición, por poner algunos ejemplos, que debemos seguir atajando juntos. Debemos estar unidos en todas esas otras amenazas y celebrarlo juntos cuando tengamos motivos para ello.

La contingencia sanitaria actual ha logrado subirnos a todos en el mismo barco. Que estemos de acuerdo, por ejemplo, en que ante este maldito virus lo mejor que podemos hacer es quedarnos en casa y protegernos mutuamente. Que por una vez tengamos claro, de forma unánime, cuál es el enemigo.

Muchos están luchando por su vida en estos momentos. Otros por sus empleos o por un modo de mantener a su familia. Algunos están tomando decisiones difíciles para salvarlas. Los que tenemos la suerte de no estar en ninguno de esos grupos les debemos algo a todos ellos: que nuestro confinamiento no sea un mero sobrevivir, que sirva para algo más allá de ayudar a aplanar la curva.

Que, cuando salgamos finalmente a la calle, seamos mejores de lo que éramos, que nunca demos lo que tenemos por sentado y que sepamos apreciar lo que es importante en nuestras vidas.

Más información: